Calçots
Josep Pla escribe Lo que hemos comido (El que hem menjat) con la idea de levantar el acta de defunción de
una tradición culinaria que agonizaba: “En el Ampurdán, país donde resido
habitualmente, existe cierta cocina familiar que hoy día, de hecho, se está
acabando de una manera segura e inevitable. Era una cocina buena que permite
que aún hoy día se coma bien en algunas (muy pocas) casas particulares; hace
años comía bien todo el mundo, ricos y pobres.” Así las cosas, parecería que
Pla fuese un enemigo del progreso, y tal vez por ello Vázquez Montalbán, aquel
intelectual tan encantador como sobrevalorado que enseñó a la izquierda
española a disfrutar de las contradicciones existentes entre el lujo culinario
y el leninismo de la estricta observancia, dijo de Josep Pla que era “un punto
de vista ambulante con boina”, como si la boina vinculase a Pla a la España que
le olían los calcetines, cuando lo cierto y verdad es que esa boina era toda
una declaración de principios universales contra un catalanismo de disseny que se definía y se define por su
desprecio hacia España, y frente a unos viejos ridículos que se empeñan en
arruinar su dignidad y en fatigar nuestra vergüenza ajena a base de vestirse
con menos decoro cromático que las putas del Raval. La boina de Pla cobijó un
intelecto elegante y universal, que dio en la flor de reflexionar sobre aquello
que podía interesar a un español universal del siglo XX: el sinsentido
humanista y económico de los regímenes comunistas, la fresca legitimidad del
Estado de Israel, la necesidad de modernizar España, la cuestión cubana, el
brillo de la cultura neoyorkina… y la memoria culinaria de la infancia, que de
tan singular, deviene Universal.
Defensor a ultranza de la modernidad,
Pla no dejó de sentir que el progreso no debería arrasar con ese legado sabio e
íntimo que atesora la cocina familiar, y por eso en Lo que hemos comido defiende la lentitud, la paciencia la
moderación y la calma que presidieron desde siempre la buena cocina catalana.
Igual alguno se piensa que otro tanto se podría afirmar de todas las cocinas
tradicionales del mundo; pero cualquiera que se haya enfrentado a una fabada, a
unas casadiellas, a un cocido maragato, o a una olla podrida sabrá que la tradición
no siempre casa con la moderación. La cocina ampurdanesa, empero, la cocina
catalana en general, siempre es moderada, incluso en sus escudellas: en unto,
en sal, en azúcar, en condimentos y en ingredientes. Unos caracoles de monte no
necesitan en Cataluña más que una llanda sobre unas brasas y una chispa de
alioli para convertirse en un regalo de Dios. Menos aún requieren las setas. Y
apenas una miqueta más las calçots, esas cebolletas dulces que se
asan en unas brasas de encina y llegan a la mesa sobre una teja caliente junto
a un cuenco de romesco, que es la mejor salsa del Mediterráneo, con sus ajos y
tomate escalivados, su carne de ñora, su pizca de pan torrado, sus avellanas y
su aceite de oliva.
Ya
que les he abierto el apetito, sepan que sin salir del Mediterráneo, aquí en
Cartagena, se puede disfrutar de una calçotada memorable en el restaurante “La
Cerdanya”, que gobierna el maestro Juan Regis, un cocinero de una vez,
respetuoso de los tiempos, los orígenes, las materias y las tradiciones, todo
para recuperar unos sabores largos que nos devuelven la memoria culinaria de
nuestra infancia. El maestro Regis domina al fuego y el mercado, que son los
dos inventos con cuyo nuestros antepasados se convirtieron en animales
prósperos e inteligentes; y “La Cerdanya”, su casa, es uno de los mejores
restaurantes de España; porque aquí el pan, las carnes pirenaicas, los
caracoles, las setas, el bacalao, las salsas, un vino fresco que es pura fruta
y una crema catalana que celebra la Gloria del Señor responden a aquello que
Pla preguntaba para sí: “Me gustaría saber si es posible hacer algo cabal en
este mundo, si no es a base de observación, de calma y de atención.”