Tusitala

     Perseguido por una tuberculosis que le minaba la salud y el ánimo, Robert Louis Stevenson se embarcó en los Estados Unidos con rumbo hacia el Sur del Pacífico, lejos de los “vientos crudos y las lluvias agotadoras” de su Edimburgo natal. Lejos también de sus amigos, de las chimeneas que tanto le inspiraran, de sus queridos faros de las Highlands, del whisky con aroma a turba, e incluso lejos de los lectores a quienes siempre procuró la felicidad y el asombro. Llegado a Samoa, estableció la que sería su última residencia en 1889, en compañía de su esposa, en un paraíso de arenas blancas y cocoteros…, y en medio de una serie de conflictos provocados por el colonialismo, de los que no me voy a hacer mayor eco.

     Sí diré que Stevenson se convirtió, al poco de su llegada, en un activo y eficaz defensor de los derechos individuales de los indígenas samoanos a quienes se les vino encima la Civilización, y que gracias a su coraje cívico y a sus buenos oficios de jurista las autoridades coloniales liberaron al jefe local Mataafa, quien, nada más abandonar la prisión, mandó construir un camino que conducía a la vivienda de su amigo y valedor, que aún hoy lleva el nombre de “Vía de la Gratitud”. Por aquel entonces, la inmersión de Stevenson en la vida de la población local era tal que ya se había convertido en uno de sus hombres mágicos, en un creador de mitos, y así se lo reconocían los nativos, que se dirigían a él por el sobrenombre de Tusitala, “el narrador de historias”, un vocablo que guarda connotaciones semánticas que reconocen el origen sagrado y la amistad con los dioses de quien tiene la capacidad de entusiasmarnos a través de sus historias.
     En estos años Stevenson dedicó buena parte de su tiempo a cuidar sus pulmones, a disfrutar del amor de su esposa, a mantener una intensa correspondencia con su círculo de amigos escoceses y a sumergirse en la fascinante literatura oral del Pacífico Sur. Fruto de esta simbiosis afectiva y literaria con la cultura samoana es el que fuera su último relato escrito, La Isla de las Voces, un mito en el sentido literal y pleno del término, que está entre lo mejor que escribiera Stevenson a lo largo de su vida, y que, sin duda, es una de las historias más deliciosas que he leído jamás.
     Les cuento esto, porque la lectura de Stevenson me suscita, más allá del puro contento estético, alguna que otra reflexión que puede que sea digna de compartir. Tengo para mí (sin mayor fundamento que los días vividos) que el camino más recto hacia la felicidad es aquel que se traza con los criterios de la sencillez. El fuego, que reúne a los hombres; el olor de las manzanas, o de la carne que se hornea; la visión de un tigre o de una rosa; un beso, o una caricia; el murmullo vivaracho y cálido de una cafetería en invierno; los relojes y el cuero viejo; el amanecer en el campo…; estos y otros (¿cien? ¿diez?) gestos, seres, máquinas, actos, o instantes son parcelas del universo con cuyo sencillo concurso los humanos encontramos la dicha.
     La Literatura, la Música y las llamadas Bellas Artes podrían ser fuente de esta satisfacción inmediata; pero no es el caso. A todos nos convoca una hoguera, pero no todos se sienten llamados por Homero, ni por el Arte Románico, ni tan siquiera por Mozart; cuanto menos por Picasso, por Dylan Thomas, o por Schönberg. No parece, pues, que las Artes, ni la Literatura sean como el tigre, o la rosa…; no lo parece, y, sin embargo, Stevenson lo es. Algo así le reconocía Borges cuando declaraba aquello tan célebre: “Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson.” Hay algo en este autor, en efecto, que lo equipara a los placeres últimos, como el sabor del café. La prosa de Stevenson es una forma pura y sencilla de alegría literaria. Quienquiera que haya leído La Isla del Tesoro, o El extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde sabe lo que quiere decir esto. Y no les quepa duda de que La Isla de las Voces es otro de esos casos en los que nos sentimos delante de una creación susceptible de proporcionarnos el mayor de los asombros y la felicidad más inmediata.

Artículo publicado en el diario "La Opinión" de Murcia, el día 9 de enero de 2016

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