Gilgamesh

     Un joven y romántico viajero inglés llamado Austen Henry Layard arribó en 1844 a la ciudad de Mosul. Allí amistó con Hormuzd Rassam, un beduíno que ya había tenido contacto con otros viajeros europeos y sabía de sus debilidades hacia las piedras viejas. Layard, en efecto, era un gran aficionado a la Historia Antigua y se dejó guiar por su nuevo amigo hasta las afueras de la ciudad, donde le mostró una colina (tell) que parecía ocultar los vestigios de un gran edificio. El inglés organizó como pudo una rudimentaria excavación, que no tardó en dar unos frutos sorprendentes. El joven Layard y su ayudante Rassam descubrieron el palacio perdido de Nínive, la capital del Imperio Asirio, un monumento, anotó el joven viajero, que “evocaba el infinito y que nos colmó de asombro, con sus estancias de proporciones ciclópeas decoradas con bajorrelieves que representaban toros y leones alados, demonios terribles, escenas de batallas y cacerías de increíble realismo…” Cuatro de las cámaras menores contenían la biblioteca real, consistente en decenas de miles de tablillas de arcilla inscritas con la enigmática escritura cuneiforme, cuyo sentido aún permanecía oculto. Como primera provisión, Layard envió al Museo Británico 25.000 de esas tablillas, por si algún día el mundo llegaba a penetrar en el significado de aquel aluvión simbólico conservado en el silencio del desierto durante más de cuatro mil años.
Tablilla con escritura cuneiforme hallada en el Palacio de Nínive
     Hacia 1857, los trabajos confluyentes de cuatro eruditos consiguieron desvelar, por fin, los secretos principales de la escritura cuneiforme. Pocos años después, el filólogo y conservador George Smith recibió el encargo de traducir las tablillas de Nínive. El doctor Smith era un erudito prototípico de la era victoriana: temeroso de Dios, ordenado, pudoroso, fiel a su familia y a sus rutinas.... Al cuarto día de iniciar sus estudios, Smith sufrió una especie de ataque. Así lo relató el conservador jefe del museo: “Vi como Smith, tan moderado y contenido siempre, se levantaba de su mesa presa de temblores, tras lo que rompió a gritar, a cantar obscenidades, a saltar y a correr por la sala en un estado de gran excitación. Fue necesario llamar a los celadores, pues la locura le había insuflado una fuerza sobrehumana y había empezado a quitarse la ropa y a lanzarla por la ventana…”
     Cuando, por fin, recobró la cordura, Smith anotó en su cuaderno el fragmento que acababa de descifrar, sin saber aún que se trataba de parte de la gran epopeya de Gilgamesh, una narración de una increíble viveza e intensidad dramática, que había permanecido oculta en las arenas del desierto durante más de cuatro mil años.
     El fragmento en cuestión relata un episodio protagonizado por una sacerdotisa de la diosa Ishtar, una mujer voluptuosa y sagrada que proporcionaba placer a los hombres en nombre de la Diosa. A esta sacerdotisa le encarga Gilgamesh que acuda al monte a seducir y aplacar a Enkidu, un ser salvaje, inocente y furibundo que vivía entre las gacelas y desbarataba con su fuerza sobrehumana las trampas de los cazadores: “Shamhat [la sacerdotisa] se despojó de su túnica y se tumbó sobre la hierba, desnuda, con las piernas abiertas, acariciándose el pecho, los muslos y el sexo, hasta que lo tuvo bien sudado. Enkidu la miró largo rato, se acercó con cautela y olisqueó con deleite el aire alrededor de su cuerpo. Entonces ella le agarró la verga y se la acarició con mucha sabiduría; echó el vientre hacia delante y se introdujo a Enkidu en su interior. Shamhat empleó sus artes amatorias, se apoderó de su aliento con sus besos, con el coño bien puesto, y le enseñó lo que era una mujer.”
     El relato añade que Erkidu yació con Shamhat durante siete días, hasta que ambos estuvieron saciados. Luego él se levantó, se lavó en el río, probó el pan y la cerveza, y sintió que su mente había crecido, que ya no podía correr con los animales, ni entenderse con ellos; pero, a cambio, conocía cosas que las bestias no pueden saber. Y todo porque una jarra de cerveza, un trozo de pan, el aliento de una mujer sagrada y un coño sudado y bien puesto le habían enseñado a ser un hombre. Y fue en este punto donde la literatura universal conoció al primero de sus héroes, mientras un conservador del Museo Británico perdía el oremus y rompía a gritar y a correr desnudo, presa de un furor sagrado que por nadie pase.

Artículo publicado en el diario "La Opinión" de Murcia, el día 12 de diciembre de 2015

Entradas populares