Arenques sexis

     Las facturas del Renacimiento italiano las abonaron unos comerciantes especializados en materias espirituales (las reliquias y las bulas), lujuriosas (la seda, los brocados, el marfil, las piedras preciosas…) y sensuales (las especias del Oriente). El resultado de tamaño refinamiento lo conoce cualquiera que haya pasado por el bachillerato anterior a la ESO bilingüe, y tiene como fruto a los Borgia, la artillería, Petrarca, el sfumato, las máquinas soñadas por Leonardo…, todo ello sustentado en un capitalismo con más decorado que guión.
Una pareja de matjes anuncia una boda en Lüneburg

     La Europa del Norte sufragó sus Renacimientos con cargo a la Liga Hanseática, un acuerdo entre comerciantes de distintas ciudades (Lübeck, Hamburgo, Stade, Bremen, Rostock, Tallin, Brujas, La Haya, Londres...) que traficaron con materias mucho más bastas que las que movían sus vecinos del sur: sal, cereales, lana, pieles, madera, hierro, cobre y, sobre todo, arenques en salmuera. Aquellas plusvalías dieron sus frutos en Lutero, la imprenta, el pensamiento de Spinoza, la banca Fugger, los relojes más bellos del mundo, el Senado de Hamburgo…, y un capitalismo con mucho más guión que decorado.
     Todo esto ha venido marcando los placeres y los días de la vida de los europeos de entonces acá, y es prejuicio común y no carente de fundamento, que la Europa del Norte es austera, lectora, industriosa, inteligente (que no es lo mismo que sabia) y práctica; mientras que la Europa del Sur es amable, colorista, teatrera, hedonista, apasionada, sabia (que no es lo mismo que inteligente) y sestera. Por fortuna, el comercio de las ideas no ha respetado fronteras, ni imperios, ni fueros, ni huevos; y por eso Galileo es un discípulo de Copérnico, como Newton lo es de Galileo; los románticos ingleses y alemanes embellecían sus almas en el imprescindible viaje a Italia, y las mejores ediciones de los clásicos griegos y latinos siguen siendo las que desarrollan el programa humanista puesto en marcha en el XIX en la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Teubneriana, en Leipzig, bajo los auspicios del Príncipe Elector de Sajonia, para que nadie diga que me distraigo y no hablo de libros.
     No obstante, todavía hay productos culturales que no han conseguido abandonar sus lugares de origen. Tal ocurre con los arenques  del Norte (a no confundir con las sardinas del Sur), que no resulta posible disfrutarlos fuera del entorno geográfico y cultural de la vieja liga hanseática, salvo en una versión encurtida, enrobinada, avinagrada y enlatada que circula por los supermercados españoles y ofende la memoria gustativa de la civilización occidental.

     El Norte europeo, sin embargo, conoce muchas variedades de este producto, todas ellas deliciosas, dependiendo de la zona en donde se pesque y de su posterior maduración con humo, infusión salina, o sal seca. El rey de los arenques hanseáticos es el matjesfilet. “Matjes” es vocablo frisón que alude a una moza tierna, rubicunda, rebotuda y sexi. Un matjes como Dios manda no mide menos de 25 cm., frente a los 15 que alcanzan en el mejor de los casos nuestras oscuras sardinas del Sur, y aquí el tamaño importa tanto o más que en eso otro que tienen ustedes en mente. Y tanto se remueve la ideíca en presencia de esta Delikatesse, que en la Hansa alemana el matjes es el símbolo y la comida que no puede faltar en las bodas. Para preparar el matjes, los pescateros de los puertos hanseáticos seleccionan los arenques del mar del Norte (los del Báltico son más bastos, más soviéticos) en los primeros meses de verano, antes de que se pongan follisqueros y cambien la grasa por la hueva; de ahí lo de “mocita”. Acto seguido los limpian de escamas, espinas y vísceras, salvo el páncreas, cuyas enzimas juegan un papel fundamental en la maceración; ésta se lleva a cabo en una infusión de agua de mar, a la que se añade algo de té, sidra, hierbas aromáticas, una chispa de azúcar, un chorretón de vino blanco acidillo, y pequeños secretos que son la firma de cada artesano. Pasados dos días, a lo sumo, el matjes pierde su sangre y se vuelve un manjar crudo (pero civilizado), graso, sabroso, firme, aromático, marino y de un arrebol que te llena los ojos y la boca… Es el momento de sacarlo a la mesa, servirlo sobre una rebanada de pan con arándanos y acompañarlo con abundante crema agria en la que pondremos cebolleta fresca y manzana picada. Lástima que para disfrutar de algo tan simple y tan sexi haya que viajar tan lejos; pero así es la raza humana, que en cualquier parte del mundo las mejores tetas son las de las forasteras, y así nos va.

Artículo publicado en el diario "La Opinión" de Murcia, el día 26 de septiembre de 2015

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