La baraja de Marco Aurelio

     Marco Aurelio avisó antes que nadie, cuando meditaba para sí con serena amargura: “Cada día, cuando amanezca, repítete a ti mismo: me voy a tropezar con un indiscreto, un ingrato, un insolente, un envidioso y un idiota.” Marco Aurelio fue un emperador reflexivo que no confiaba demasiado en su clientela política, ni en la especie humana, en general, y por eso se llamaba constantemente a la serenidad y a no olvidar la fragilidad del Bien, ni los defectos de Dios. Digo “reflexivo” y no “intelectual”, porque Marco Aurelio amuebló su cabeza con las lecturas justas, tampoco demasiadas; pero jamás ejerció oficio alguno relacionado con eso que llamamos la Cultura, la Filosofía o la Ciencia; los intelectuales del pasado (el viejo Platón, por ejemplo) y del presente son una casta que cuando toma el poder político se convierte en una plaga de Savonarolas y Robespierres que provoca más llagas y más muertes que el SIDA, salvo honradísimas y contadísimas excepciones, que seguro que las habrá, por más que yo no las recuerde.


     Parecido perfil al de Marco Aurelio presenta Michael Dobbs, el autor de House of Cards, una novela publicada en 1989 de la que la crítica americana llegó a decir que era el thriller político definitivo, y que ha dado lugar a dos exitosas series televisivas: la primera de ellas producida por la BBC en 1990, y la segunda producida en 2013 por Media Rigths Capital para la cadena americana Netflix, que es la que seguramente conocen muchos de ustedes. Lo que quizás no sepan es que Michael Dobbs, antes de dedicarse a la literatura, ocupó la Jefatura de Gabinete de doña Margaret Thatcher; que también trabajó para John Mayor, compaginando ya su carrera literaria con su carrera política, y que aún hoy se mantiene muy activo en su bancada en la Cámara de los Lores, desde donde ha encabezado el movimiento contrario al referendum por la independencia de Escocia. Quiero decir con esto que Michael Dobbs es más listo que Satanás, pero ni es ni ha sido nunca un intelectual. Se trata más bien de un hombre cultivado que supo buscarse la vida en múltiples oficios, incluido el periodismo, y fue precisamente en su trabajo en la redacción de "The Globe" donde dio el salto a la política, un salto de lo más natural, porque el periodismo y la política forman un continuo apenas distinguible, y por eso se temen, se odian, se admiran, se desprecian y se buscan tanto los unos a los otros. El caso es que, con ese bagaje, Lord Michael Dobbs escribió una novela entre Shakespeare y Maquiavelo, y con esa manera descreída, desapacible y desafecta de contemplar lo humano con que Marco Aurelio despachaba con los soldados, los clientes, los senadores y los tribunos.
     Pero al margen de sus virtudes literarias (ritmo narrativo, emoción, magnífica descripción moral de los personajes…), lo que más llama la atención de la novela de Dobbs es que, pese a estar escrita por, para y desde el Whitehall en el que doña Margaret Thatcher se jugaba día a día su liderazgo del Partido Conservador Británico mientras decidía los destinos de un Imperio, lo cierto y verdad es que la trama dibuja un sutilísimo mapa conceptual con que orientarnos si nos adentramos en esas estructuras de poder aparentemente sólidas que son los partidos políticos, cuyos encofrados de falsas amistades, ideales a medida y lealtades tasadas se desmoronan como castillos de naipes (House of Cards) a nada que un par de encuestas sospechen que el pueblo soberano está dando en la flor de disminuir su cuota de poder. Quiero decir que cuando el lector cierra esta novela, la Murcia post-Valcárcel, el Madrid post-Zapatero, la Francia post-Sarkozy… los sentimos como un puro déjà vu. Y las mociones, traiciones, delaciones, vejaciones y filtraciones que aparecen en la prensa nos parecen una foto de familia; y hasta los vicios ocultos de nuestros pedáneos favoritos semejan la versión agrofolky de las extravagancias sexuales de los Ministros de su Graciosa Majestad. Y lo más triste es constatar que los representantes no salen ni mejor ni peor parados que los representados, como si el Universo lo gobernase un dulce Marco Aurelio que barajara eternamente unos naipes de indiscretos, ingratos, insolentes, envidiosos e idiotas, con que armar castillos desde los que gobernar una res publica en la que no cabe mayor utopía que la de convertirse en súbditos de unos emperadores descreídos, de vicios baratos e ideales fríos.

Lean también éste y otros artículos en el Canal de Libros del diario "La Opinión" de Murcia

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