Alemania enamorada

     De todos los vaivenes del Espíritu, el Romanticismo Alemán es el único que mantiene su vigor estético intacto entre los pecios de las vanguardias, las transvarguardias y esas quisicosas sin asomo de arte ni atisbo de concepto que por eso mismo dan en llamar “arte conceptual”, con un par. Los jóvenes alemanes del Sturm und Drang, sin embargo, eran muy de otra pasta y volcaron en cada pincelada y en cada verso su conocimiento profundo de los clásicos griegos y latinos, de la ciencia de su tiempo, e incluso del bueno de Cervantes, cuyo Caballero de la Triste Figura (¡quién se lo iba a decir!) enseñó a los jóvenes alemanes de principios del XIX que la hidalguía no se mide por la fuerza del brazo, ni por el fulgor de la armadura, sino por la altura de la meta, la pureza de la intención y la locura del propósito.
Retrato de K. D. Friedrich pintado por Gerhard von Kügelgen

     Así que hay tal cantidad de Literatura, Arte, Filosofía y hasta Jurisprudencia en la trastienda conceptual de las odas de Schiller, las sonatas de Beethoven, o las pinturas de Kaspar David Friedrich que cuesta trabajo creer que existieran alguna vez hombres mortales capaces de reunir en sí tamaña densidad conceptual y de destilarla con tanto encanto, y, sin embargo, en aquel tiempo (pongamos, entre mediados del siglo XVIII y finales del siglo XIX), Alemania se vio bendecida por una pléyade de poetas, pintores, científicos, narradores, músicos, filósofos, etnógrafos, gramáticos… que se lanzaron al mundo y a la vida con la intención de quebrar las viejas barreras que separaban el Sujeto y el Objeto; el Universo y Dios; el Hombre y la Naturaleza; el Amo y el Esclavo, y, cómo no, el Amor y el Amado.
     El proyecto aunaba el rigor intelectual con el fuego emotivo, y no podía por menos que prender en las almas de una juventud que arribaba al mundo como llega siempre: inflamable, tormentosa y ávida de poder y de renovación. El líder absoluto de todo este movimiento fue, sin duda, Johann Wolfgang von Goethe, cuya novela de juventud Las penas del joven Werther alcanzó una difusión tal que gravó la conciencia de su autor con el peso de saberse el maestro de toda una generación que aprendió a vivir sus desdichas a la manera como lo hacía el protagonista de su obra, un joven brillante que se enamora de quien no debe y pone fin a sus desamores por la vía del suicidio. Así contada la novela no parece gran cosa, claro, porque su altura estriba en la tensión que se establece entre la historia y el lenguaje que la sirve, por un lado, y entre la trama y el entramado conceptual que la sustenta, por otro.
     Por ejemplo, hay en el Werther un modo arrebatado de contemplar, vivir y celebrar la naturaleza donde el entusiasmo del enamorado rebosa y se proyecta en los árboles, en el perfil de las montañas, en las tormentas… En fin, no es de explicar, hay que leer el Werther con la atención recta con que lo leyeron Emerson, Thoureau, Verlaine, Whitman y todos aquellos poetas mayores que nos han enseñado el mapa oculto de la naturaleza, el que se dibuja cuando aquélla se encuentra con nuestras emociones.


     Y si de Amor se trata, la expresión del entusiasmo y del fracaso amoroso resulta tan quintaesencial, que parece que lo dejara todo dicho, y por eso es entendida (compartida, abrazada, vivida) de modo inmediato por cualquier espíritu libre y cultivado que lo lea en bosque, en la torre, en la cabaña o en la cueva. La desdicha de Werther no tiene edad, ni contexto, y una vez recorrida, es nuestra para toda la eternidad. Muy consciente de esto, Goethe explicaba así el éxito de su novela: “Un destino fracasado, un desarrollo truncado, un deseo insatisfecho no son defectos de una época concreta, sino de todo individuo, y sería triste si cada uno de nosotros no viviera alguna vez un instante en el que pudiera parecerle que el Werther fue escrito expresamente para él.”
     Así las cosas, no extraña que el escándalo desatado por la aparición del Werther en la Feria del Libro de Leipzig de 1774 haya marcado el inicio de una nueva era de la Cultura en Europa. Una época no exenta de riesgos, por cierto, ya que las pasiones siempre han sido las dueñas, pero no conviene que conozcan la extensión y el poder de su principado. Por eso el propio Goethe, al final de sus días, no dejaba de advertir a sus jóvenes amigos que “lo Clásico es lo sano; y lo romántico, lo enfermo."

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