La copa vacía (Kavafis I)

     Los filólogos fijan en ciento cincuenta y cuatro el número de poemas canónicos de Konstantino Kavafis (1863 - 1933). No son muchos, apenas unas pocas horas de lectura atenta que yo recomiendo a mis alumnos y a mis amigos a nada que me ponen sus almas a tiro. El verano es una buena estación para leerlos todos, o para releer unos cuantos, en la certeza de que, a partir de la primera lectura, habitaremos en ellos para siempre, en su sentido nietzscheano de la tierra y del cuerpo, en la tersura elevada y limpia con que sus versos afirman la vida en todo lo que tiene de trágico, de alegre y aun de sórdido, y, sobre todo, en su delicioso sentido de la historia.


     Soy bien consciente de que a Kavafis se le conoce, sobre todo, por ser un icono de la cultura gay. No hay librería en Chueca, por ejemplo, en la que no se encuentren varias ediciones de sus poemas. Y ciertamente Kavafis versifica su sexualidad de un modo arrojado y salvaje que agita y conmueve al lector, sean cuales sean sus preferencias en materia amorosa (sigo la versión de José María Álvarez, de la editorial Hiperión, que lleva conmigo desde 1981): 

                               Fui
                Nada me retuvo. Me liberé y fui
             hacia placeres que estaban
             tanto en la realidad como en mi ser,
             a través de la noche iluminada.
                Y bebí un vino fuerte, como
             sólo los audaces beben el placer

     Me interesa mucho más, sin embargo, el momento poético en que Kavafis abandona el lecho, arroja la copa vacía, y sale al ágora a versificar la Historia.
     Llevamos siglos pensando que la poesía es un modo de cantar y contar lo íntimo, lo subjetivo (el desamor, la melancolía, la nostalgia, la contemplación extática de la naturaleza, la desazón ante la brevedad de la vida, la experiencia estética o mística…); de cuando en cuando aparecen poetas que se ocupan de temas, digamos, metafísicos (nuestro Quevedo, Pessoa, Rilke, gran parte de la mejor poesía en lengua inglesa…) La Literatura conoce también poetas que narran en verso (los ingenuos y encantadores autores del Romancero Castellano; las baladas de Goethe, tan alpinas siempre, incluso cuando nos cuentan las aventuras de una vampiresa corintia); pero lo que no parece tan fácil es encontrar poetas que se atrevan con la Historia con mayúsculas. No lo parece, y, sin embargo….
     Poesía e Historia, aunque ahora lo hayamos olvidado, fueron indiscernibles durante muchos más siglos de lo que llevan separadas. La Ilíada es Historia, como lo son sagas islandesas; Historia es el Mahabharata, la epopeya de Gilgamesh y el Popol Vuh. No ocurre hasta muy tarde, hasta Herodoto y los filósofos jonios, que la Poesía se separa de la Historia; y fue Aristóteles quien se encargó en el capítulo IX de su Poética de señalar el lugar, el topos, propio de cada una: "No corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad. En efecto, el historiador y el poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (...) la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro, lo que podría suceder. Por eso también la poesía es más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía dice más bien lo general y la historia, lo particular."
    Confieso que me gusta horrores esa dignificación de la Poesía (la Poesía que versifica la Historia) por aproximación a la Filosofía. La Poesía que se ocupa de la Historia ha de ser capaz de crear una tensión estética entre lo verosímil y lo necesario, y eso es una tarea divina que alcanzan los más excelentes, Shakespeare, por ejemplo, que es el más grande de todos; y Kavafis, desde luego, donde la Historia se eleva a la Filosofía merced a una poética que la limpia de ideologías y nos desvela la eternidad que se esconde en cada instante. Pero, más que enredarme en argumentos, veámoslo directamente en las palabras del poeta:

                      Reyes alejandrinos
               Los alejandrinos han acudido
            para ver a los hijos de Cleopatra,
            Cesarión y sus hermanos pequeños,
            Alejandro y Ptolomeo, a quienes
            por primera vez llevan al Gimnasio
            para ser proclamados reyes
            ante un soberbio alarde de soldados.
               Alejandro (nombrado rey
            de Armenia, de Persia y de los Partos.)
            Ptolomeo (a quien se otorgan los reinos
            de Cilicia, de Siria y de Fenicia.)
            Cesarión está de pie, algo más adelantado,
            vestido de seda rosa,
            sobre su pecho lleva un ramo de jacintos,
            su cinturón doble ostenta zafiros y amatistas,
            sus sandalias sujetas con cintas blancas
            lucen perlas rosadas.
               Le han otorgado una dignidad superior a la de sus hermanos,
            pues le nombran Rey de Reyes.
            Los alejandrinos sabían ciertamente
            cómo todo se reducía a palabras y teatro.
               Pero el día era luminoso y poético;
            el cielo, azul y claro,
            y el Gimnasio de Alejandría,
            un triunfo clamoroso del arte,
            así como la extraordinaria magnificencia de los cortesanos,
            sobre todo Cesarión, imagen de la gracia y de la belleza
            (hijo de Cleopatra, estirpe sagrada de los Lágidas);
            así que los alejandrinos corrían a la fiesta,
            y se entusiasmaban y aclamaban,
            en griego y en egipcio y algunos en hebreo,
            arrebatados por la fascinación del espectáculo.
                 Aunque sabían muy bien el valor de esas cosas,
            el sonoro vacío de aquella realeza.

     El poeta presupone que el lector conoce el trasunto, digamos, “seco” de la Historia (la marcha desesperada de Cesarión tras la derrota de Accio, la traición de su maestro, la ejecución ordenada Augusto; así como la huida de Alejandro y Ptolomeo hacia Mauritania, donde se les pierde la pista). El poeta presupone un lector culto, sin duda, pero lo cierto y lo mágico es que el poema no lo necesita; porque contiene, in nuce, todos esos sucesos, y mucho más. Por eso eleva la Historia al rango de la Filosofía: porque en él asistimos no ya a lo sucedido, sino a lo que pudo haber sucedido (lo verosímil, la fiesta de la exaltación a la realeza de los niños príncipes), y también a todo un universo ético que reflexiona sobre eso que los alemanes denominaron el Volkgeist, sobre el alma de la fiesta, sobre la gloria, la muerte, la memoria, el olvido, el vacío…; y es esa reflexión inducida la que prefigura una suerte de destinos trágicos para esos niños, que nos estremecen a través de los siglos, aun sin conocer el detalle de ninguno de ellos.
     Pero no quiero tanto ofrecer una lectura concreta de Kavafis, cuanto invitarles a que lleven a cabo la suya propia. Y sugerirles que me acompañen en mi próxima entrada, en la que volveré sobre este gran poeta alejandrino, ocupándome de otro tercer grupo de poemas que, a mi entender, suponen su aportación más interesante y personal a la Literatura Universal.

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