El gobierno de los eunucos

    Por la época de Julio César, los romanos asistieron atónitos a la llegada a Roma de la reina Cleopatra VII, en cuyo séquito abundaban los eunucos. Fue el primer aviso, el primer signo y Roma, en general, supo exhibir su fibra moral. Incluso Augusto, quizás por no haber conseguido acampar sus legiones en la entrepierna de la egipcia, supo mantener la cabeza lo suficientemente fría como para calificar  de monstruoso el capricho de castrar a los esclavos para convertirlos en siervos dignos de atender a una tirana.
    Los decretos de Domiciano (Castrari mares vetuit) y de Nerva muestran a las claras que la eticidad romana seguía considerando, siglos después, aberrante estas prácticas; pero también que la costumbre de “customizar” este género de servidumbre se había introducido poco a poco en las casas de muchos patricios, bastantes senadores e incluso algún que otro emperador.
    Sin embargo, mientras que en Oriente era común la presencia de los eunucos en la administración, en Roma su penetración en el gobierno tuvo que aguardar a que el Imperio entrara en decadencia, debido, sin duda alguna, a que la "romanidad" en cuanto tal esperaba del buen gobernante la práctica de una serie de virtudes relacionadas con la milicia, con el gobierno de la familia (los senadores, cónsules, gobernadores, magistrados y demás, se hacían llamar “padres de la patria”), y con la hombría (la andreia griega), en general; justa y precisamente lo contrario de lo que se esperaba de un eunuco. Sin entrar en una defición muy exhaustiva, digamos que la andreia, tuvo que ver en su origen con la fortaleza que habilita al guerrero homérico para cargar con el peso de sus armas y con los despojos de sus enemigos muertos en combate; y también con el peso de sus juramentos y compromisos; e incluso con el peso de las miradas de los compañeros y de los enemigos, que esperan del guerrero que se comporte en el combate con arrojo y sin ofrecer la espalda al enemigo. Más adelante, y por extensión, la hombría se decía de las virtudes propias de todo aquel que no se arredra a la hora de tomar decisiones difíciles en el campo de batalla, en la familia y en la república, y, desde luego, que se hace responsable de todo aquello que conllevan sus decisiones. En la política actual, por ejemplo, la hombría se hace patente en líderes tales como Sara Pahlin, Esperanza Aguirre, Gotzone Mora o Angela Merkel, entre otros. Y brilla por su total ausencia en la actitud de esos adalides de la causa palestina, esos machos alfa de la Nación Árabe, que acuden al combate permanentemente envueltos en el escudo natural (y sostenible) que les ofrecen sus propias mujeres e hijos.

Moneda con la efigie de Claudio en una cara
 y la Esperanza Augusta en la otra

    Pero volvamos a Roma. Fue Claudio quien primero colocó a un eunuco, Posides, en la administración del Estado, nombramiento éste que levantó mayor polvareda que el que dictó su antecesor Calígula cuando nombró senador a su caballo. La decisión de Claudio, en cualquier caso, no tuvo nada que ver con la condición emasculada de Posides, sino, parece ser, con sus excepcionales cualidades como contable y como jurista.
    Más adelante, sin embargo, y ya en plena decadencia del Imperio, Constancio II llenó su palacio, su corte y la administración general del Imperio de eunucos, maestros en la lisonja y la maquinación, que supieron jugar con la indolencia, la vanidad y los miedos de sus amos para conseguir sacar adelante sus fines y sus ambiciones.
    En su Decline and Fall of Roman Empire, Gibbon señala que la introducción de los eunucos en el gobierno y administración de los estados ha sido una de las causas principales de la decadencia de las dinastías en la India, Persia, China y, por supuesto, en el Imperio Romano, y diagnostica la causa del mal sin permitirse el menor pelo en la lengua: “El rencor y el menosprecio que siempre manifestaron los hombres contra esta especie imperfecta parece que ha redundado en mayor bastardía suya, imposibilitándoles abrigar ningún afecto honorable.”
Busto de Constancio II


    Los eunucos, en efecto, introdujeron en el Imperio Romano un nuevo tipo de gobierno. Los emperadores anteriores a Constancio, desde al menos los Flavios en adelante, vivieron atemorizados por la amenaza constante de que algún grupo de senadores, algún gobernador, algún general, o una conspiración formada por una mezcla de varios de esos componentes se jugara sus redaños, ganara la partida, y le arrebatara el título de emperador. Constancio II puso el gobierno del Imperio en manos de eunucos en la certeza de que estos varones incompletos jamás podrían conspirar contra él para formar una dinastía propia; ni, desde luego, para colocar su simiente en el vientre de una emperatriz casquivana, aunque este temor era el que menos le quitaba el sueño. A cambio, generó en Occidente una dinámica de gobierno donde la excelencia de los gobernadores y administradores se medía (y se mide) por su asusencia de hombría, por la carencia de genio propio, por la prudente ocultación del criterio personal, por la nula capacidad de oponerse a los designios del emperador, por locos que éstos sean para la suerte del Imperio. Constancio quería administradores que actuasen como su espejo; a cambio, la testosterona moral quedó marcada para siempre como signo sospechoso de deslealtad. Eso sí, los eunucos pudieron (y pueden) exhibir su ambición económica, su crueldad y hasta su afán de poder, con tal que jamás tomaran una decisión que resultase incómoda para la voluntad absoluta del emperador.
    Creo que Gibbon no se equivoca cuando atribuye una buena medida de la decadencia del Imperio a esta administración emasculada, a estos gobiernos en donde nadie tomaba las decisiones difíciles, a estos funcionarios sin arrojo, incapaces de cargar con el peso de sus decisiones, buenos para nada, salvo para repetir con voz aflautada las órdenes de su soberano. La república requiere siempre de voces templadas, recias y hasta disonantes. No hay Imperio que sobreviva a un gobierno formado por un coro de eunucos resentidos. Ni aquéllos, ni, desde luego, éstos, que por nadie pasen.

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